Los cuentos, ya sean infantiles o adultos, tienen dos claros objetivos: entretener y enseñar. A veces son sutiles y en otras ocasiones, con clara vocación de moralina, pero parte de la enseñanza es fomentar el espíritu crítico del que lo lee. Cuestionarse las enseñanzas recibidas es el primer paso para conseguir un pensamiento propio.
Hace tiempo que tengo pendiente hacer un pequeño estudio sobre el origen de los cuentos clásicos para descubrir en qué medida las temáticas principales no han variado a lo largo de los siglos, pero soy demasiado dispersa y perezosa así que probablemente no lo haré nunca. Pero sería una gran tesis: ¿quién es en realidad Caperucita? ¿Qué pueden aprender los niños de la crueldad de Hansel y Gretel?. Y los espejos... El de la malvada madrastra de Blancanieves, Alicia a través del espejo, el retrato de Dorian Grey...
Los cuentos nos enseñan a vivir, nos alertan de futuros peligros, nos acercan a nuestro oculto subconsciente y nos ponen delante de un espejo para que sepamos comportarnos como lo que somos, seres gregarios que vivimos insertados en una sociedad de la que no podemos prescindir. Y con normas, que están escritas y bien escritas, además. En tomos y tomos y tomos de historias.
Hoy me quedo con la leyenda de Eco y Narciso, de la mitología griega:

Del dios-río Cefiso nació un hijo llamado Narciso, que a su madre le parecía el niño más hermoso, y ansiosamente buscó al profeta ciego Tiresias para conocer su destino. «¿Llegará a la vejez?», preguntó la madre, a lo que el profeta contestó: «¡Si él no se contempla a sí mismo!»
Lo que estas palabras querían decir era que sólo el tiempo lo diría. El niño se crió muy bello, no sólo a la vista de su madre sino también de todos aquellos que no eran ciegos. No había mujer que no se enamorase de él nada más verle; los jóvenes menos favorecidos le envidiaban. En él destacaban sus ojos chispeantes, sus rubores y suspiros, como atributos de su hermosura, y cuando él hubo condenado la flor de la humanidad, él estuvo enamorado de sí mismo solamente.
Evitando toda compañía, andaba por lugares solitarios, perdido por la admiración de la graciosa figura que pensaba que ningún ojo excepto el suyo podía contemplar. Un día cuando vagaba por n bosque sin darse cuenta era espiado por la ninfa del bosque Eco, que le amó desde el primer momento, pero no quería decirle nada hasta que él se lo preguntase. Ya que ella conocía su destino: Hera, enojada por su charlatanería, la privó del habla a no ser que tuviera que contestar a alguien.
Así pues ahora Eco andaba ligeramente entre los matorrales, siguiendo los pasos del bello joven, impaciente por dirigirse a él, pero debía esperar a que le hablara primero. Pero él, abandonado en sus dulces pensamiento sobre sí mismo, paseaba solo, y la doncella le seguía enamorada, sin ser vista, hasta que al final, cuando se paró a beber en una fuente, oyó un crujido de las ramas.
«¿Quién está ahí?», preguntó, levantando los ojos para ver una sombra verde.
«¡Ahí!», respondió el eco, pero no vio quién hablaba.
«¿Qué temes?», volvió a preguntar, y la invisible voz contestó:
«¡Temes!»
«¡Vete de aquí!», amenazó, cuando estas palabras le eran devueltas mofándose de él, y aún así la voz no tomó forma.
«¡Aquí!», fue la respuesta, y ahora apareció la ruborizada Eco, como lanzando sus brazos alrededor de su cuello. Pero en la laguna el joven vio otra figura mejor, y se quitó de encima a la enamorada ninfa con duras palabras.
«¿Qué quieres tú?»
«¡Tú!», ella titubeaba, encogiéndose ante su gesto.
«¡Vete!», la ordenó amargamente. «Nada puede haber entre tú y el bello Narciso»
«¡Narciso!», suspiró Eco, raramente oído y andando de puntillas, escondiendo su mirada avergonzada en la más profunda sombra, rezando silenciosamente para que este orgulloso joven aprendiese por sí mismo lo que era amar en vano.
Cuando se quedó solo, Narciso se giró hacia la fuente en la que creyó haber visto una cara más bella. La laguna parecía un espejo de plata, brillando a la luz del Sol, rodeada por plantas con flores, como protegiéndole de la amenaza de pisadas de ganado. En la orilla de la laguna y de rodillas, se inclinó sobre la brillante superficie, y allí contempló esa bella cara y hermosa figura y estuvo a punto de arrojarse al agua junto a ella. Parecía una estatua principesca, de alguien que debía tener su misma edad, cada miembro parecía tener vida, con rasgos tan suaves como el mármol y rizos que colgaban sobre los hombros de marfil.
«¿Quién eres tú que eres tan bello?», preguntó Narciso; los labios de la imagen se movían pero no había respuesta.
Él sonrió y la sonrisa le fue devuelta. Se sonrojó ante el deleita, entonces la cara del agua se iluminó de rosada sangre, sus ojos brillaban como los suyos. Extendió sus manos hacia el reflejo el reflejo de la bella figura; pero tan pronto como tocó la clara superficie, se desvaneció como un sueño, para volver con todo su encanto mientras el miraba sin moverse; luego se debilitó otra vez bajo las lágrimas que derramó en el agua.
«No puedo ser despreciado», suplicó aquel al que mortales y ninfas habían amado inútilmente.
Una y otra vez él se inclinaba para coger esa maravillosa figura con sus brazos, pero ella siempre le eludía; y cuando él hablaba para entretenerla y abrazarla, simulaba sus gestos. Enloquecido por la gran belleza de su propio parecido, no podía marcharse de ese espejo que se reía. «¡Ay de mí!», era su grito constante, que siempre era repetido desde el refugio de la ninfa entristecida.
Hora tras hora, día tras día, él se inclinaba sobre el borde de la laguna, sin ningún alimento que llevarse a la boca, llorando inútilmente por ese objeto de adoración, hasta que al final su corazón dejó de latir de desesperación y se tumbó entre la lilas del agua, que le hicieron de mortaja. Los mismos dioses se negaban a tocar ese bello cuerpo, y así Narciso se transformó en una flor que lleva su nombre.
La pobre Eco, que había invocado ese castigo para el frío corazón de Narciso, no logró nada excepto dolor. Se consumió por culpa de ese amor, hasta que lo único que quedó de ella fue una voz, que todavía dura entre las montañas donde nadie puede verla, pero siempre dice la última palabra.
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