La vida, el amor y la desgracia, son como un buffet giratorio de sushi. Los platos giran alrededor de mesas repletas de clientes hambrientos. Si llegas pronto al restaurante, encuentras las cintas repletas de tus platos favoritos que te dicen “cómeme”, y como un rey, escoges la mesa en la que te sientas sin ningún tipo de pudor. Si llegas tarde, sin embargo, debes esperar a que alguna mesa quede libre. Probablemente acabará siendo la que esté al lado de la cocina de los fritos. O del lavabo. La suerte es así. La vida es así.
Hasta en la desgracia hay clases.
Triste y sola. Muy sola. En esa soledad que es como la arena de la orilla del mar, que da igual cuantas olas la bañen, que siempre filtrará el agua y volverá a quedarse seca. Una soledad para compensar con fruslerías o tiritas contra la rutina, como yo las llamo. Para mentirme y engañarme, y que parezca que por un momento algo tan sencillo como el sushi puede devolverme a un estado de relativa alegría. Así, de este modo tan estúpido, decidí irme a cenar al Kaitensushi de la esquina, con mi copa para uno y mis palillos para uno. Cenando en mi mesa para dos. Tuve suerte. Pude escogerla.
Y allí me senté, paladeando mi propia alegoría de la vida mientras me servían una cerveza. Platos que giran, los más deseados desaparecen enseguida, los de aspecto más angustioso que giran infinitamente. Y pensaba, “¿quien tendrá el valor de comerse una ostra que lleva tres horas girando?”. Si te comes una ostra mareada te expones, como mínimo, a perder el sentido del equilibrio. Una ostra, toda la noche en tu estómago, girando por la inercia de la costumbre… no parece buena compañía para una digestión serena.
Platos que giran, platos que no me convencen… distraigo el tiempo disolviendo una gran porción de wasabi en el cuenco de salsa de soja. “Si espero lo suficiente, llegará el plato que deseo”. Pero… ¿y si no llega?, ¿ y si esta noche no lo sirven?. “Tengo hambre, bastante hambre”. Tal vez tendría que comer cualquier cosa para saciarme. Pero yo no quería cualquier cosa. Yo esperaba mi plato favorito, yo quería sashimi de salmón. Que no llegaba…
Y divagando conmigo misma, mi mirada debió perderse en algún momento. E incluso es posible que tuviera algún matiz de tristeza del que yo no fui consciente. En mi mesa para dos con la copa para uno y los palillos para uno... Yo, mirando fijamente la cinta, no me di cuenta de que alguien me había visto a mí.
El cocinero, que estaba a pocos metros de mi mesa cortando makis, se acercó a mí con un pequeño platito en la mano. Estaba tan ensimismada que me sorprendió el gesto de mirarme brevemente, dejar el plato sobre mi mesa y después irse tan rápido como había venido. “¿Por qué? ¿Por qué me trae otro plato de sushi si la cinta está llena?”. Hasta que baje la mirada y vi lo que me había traído.
Y los ojos se me quedaron secos mientras el corazón se me llenaba de lágrimas cuando descubrí que en mi plato había una rosa. Una preciosa rosa de salmón. De sashimi de salmón. Con sus pequeños pétalos en el centro y los grandes externos, acogedores, rodeando amorosamente al resto para mantenerlo todo unido. Brillantes con sus finas vetas blancas. Una hermosa rosa de mi pescado favorito. Solo para mí.
Miré al cocinero, que escondía a un romántico bajo aquellos ojos humildes que intentaban decir que en realidad no había hecho nada. Se encogió de hombros y yo le sonreí, sabiendo que ni mi mejor sonrisa podría expresar el agradecimiento que sentía en aquel momento. Aquel hombre era un poeta sepultado en una cadena de montaje de producción industrial de sushi. “Un hombre. Un trabajo. Una frustración”. Mi rosa fue su propia tirita para la rutina. Su rosa fue mi catarsis para despertar del ensueño. Ya no podía quedarme absorta, porque me sentía observada. Tampoco podía comerme la rosa. Era “mi” flor. Así que mientras me distraía cenando, llegué a dos conclusiones importantes.
En primer lugar, la verdadera vida está hecha de detalles. Esas cosas pequeñas, sorprendentes y en cierta manera, absurdas. La felicidad se esconde en las esquinas más oscuras e inesperadas, se agazapa y salta sobre ti cuando menos lo esperas. Así también la tristeza o la decepción. El castillo de naipes que, cuidadosamente, vamos construyendo día a día, convencidos de que es nuestra sólida vida, se mantiene en pie o se viene abajo gracias a los detalles. Una mano firme. Una superficie bien nivelada. Una brizna de aire. La punta de un dedo en posición mal calculada.
Y la segunda. Que no todo lo que esperamos de la vida está en el circuito cerrado de la cinta de sushi. De donde por lógica tendrá que salir la comida. De donde todos comemos. Es ahí, en esa metafórica cinta de sushi donde pretendemos encontrar lo que deseamos. Es ahí donde nos han enseñado que debe estar. Pero, a veces, lo que soñamos viene de otro lugar, de lo inesperado o incluso de lo que no tiene sentido. Belleza repentina que no esperábamos y que puede llegar a deslumbrar. Y este es también el atajo de la desgracia…
No podía comerme la rosa. Cené observándola y pensando qué podría hacer con ella. Al terminar, pedí la cuenta y decidí que debía venir conmigo a casa. No podría meterla en un jarrón con agua ni secarla entre las hojas de un libro. Mi rosa era de difícil conservación. Pero era demasiado especial, así que decidí congelarla. Extraño destino para una flor… Para recordar aquel momento de ternura, tendría que abrir la puerta del congelador. Definitivamente extraño.
La camarera japonesa vino con la cuenta, y entonces le pedí que envolviera la flor, con mucho cuidado, en papel de aluminio, porque quería llevármela a casa para conservarla en el congelador. La mujer me miró sorprendida y la boca se le llenó de tantas palabras que solo acertaba a balbucear para decirme que eso no era posible. Aquello era un buffet, no había comida para llevar. No podía llevármela, estaba decidido y no había más que hablar.
Aquella mujer había llamado “comida” a mi flor. Comida… de ser una hermosa rosa había pasado a convertirse en otro vulgar plato de sushi de la cinta. Intenté decirle que no, que no era comida, que no me la iba a comer. Que quería conservar la flor en el congelador. Que era mía… pero cogió el plato y se lo llevó. Casi podría decir que la ví tirar mi rosa al cubo de basura.
Y me fui del restaurante, aprendiendo nuevas lecciones. Que los detalles son efímeros y que por eso deben disfrutarse al máximo cuando te los ponen en bandeja. Y que por mucho que pensemos que algo es nuestro y nos está predestinado, por mucho que ideemos sistemas para protegerlo y conservarlo, en un momento alguien nos lo puede arrebatar de las manos.
Pero hecha la ley, hecha la trampa. Yo conservé mi rosa.
Le hice una fotografía con mi teléfono móvil.
2 comentarios:
Eso te pasa por coquetear con el marido cocinero de la camarera.
Pues creo que lo han despedido, porque esto me pasó hace dos meses y no he vuelto a verle... por donde paso, no vuelve a crecer la hierba...
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